viernes, 8 de noviembre de 2013

ALGO TRISTE (Diciembre 2011, México D.F.)

Una camioneta de carga de 3 y ½ toneladas, con una cabina de color azul en un tono indefinible al igual que el modelo y el año, circulaba lento.

Una mujer vestida con enaguas negras, blusón blanco y chal gris; con trenzas entrecanas enchongadas a los costados de la cabeza; de piel morena curtida al sol que brilla en donde quiera que sea su estado natal, viaja crucificada en la parte trasera de esa camioneta.

La cruz es robusta, como de 2 metros y ½ de alto, de madera pesada y oscura como el cabello, la piel y los ojos de los 2 niños que viajan sentados sobre un par de bafles, cajones forrados por una barata alfombra gris-rata, situados uno a cada lado de la cruz. Esos niños miran cómo la mar de gente que fluye de un lado a otro y en todas direcciones de la plancha del zócalo observa a la mujer, ya entrada en años, amarrada de los brazos, con mecates, al travesaño de la cruz y la cintura, los muslos y las piernas atadas a la columna; la mujer luce un semblante estoico sobre un rictus de claro dolor.

La sola imagen de la mujer indígena crucificada en la batea de una camioneta de carga de 3 y ½ toneladas que le da la vuelta al primer cuadro de la ciudad (ahí donde la catedral sumerge y ahoga en el lodo al templo mayor de la gran Tenochtitlán), bajo un nublado cielo invernal, grita de epifanía, pero el pópolo la ve con la misma extrañeza y desdén con que los pétalos de una rosa contemplarían las raíces de su tallo: altivas, soberbias y sobre el hombro. La ven como si no mereciera ser vista, como algo totalmente ajeno a ellos, como algo extraño, como si fuera de una especie completamente diferente, cómo si no pertenecieran al mismo mundo, cómo si no entendieran que sin esas raíces marrones no existirían sus pedantes pétalos de colores... la miran sin mirar, miran la cruz, a la mujer y a los niños como sin verlos.

El eco de una voz entrecortada, no por llanto si no por el remanente de un largo y angustioso sufrimiento que hierve y cocina el odio en la boca del estómago y luego sube en ebullición por la garganta con sonido a indignación, a esa rabia muda no por falta de gritos si no por falta de palabras para expresarla; ese eco era distorcionadamente escupido por los bafles y 3 bocinas más del equipo sonidero acondicionado a la camioneta.

Una mujer mas bien flaca, no tan entrada en años como la crucificada, viajaba a pie a la par de la camioneta, andando más como en una procesión que como en la “marcha” que parecía, pretendía ser; unas ocho o nueve personas con sombreros de paja, ropa de manta, huaraches, chales, enaguas, trenzas y el mismo tono de piel moreno cocido al sol, como el barro, de donde quiera que sea su estado natal, seguían el mismo paso parsimonioso de la que precedía la procesión: Magdalena de ojos rojos y resecos de llorar y sufrir esa angustia por el atropello del espíritu humano, que temblaba en su voz; de rostro que reflejaba la desesperanza de saberse solo y abandonado de Dios y de su justicia divina; que se aferraba del micrófono para llegar a oídos sordos y amplificar su lastimero discurso de denuncia de los ataques contra su dignidad, contra su condición humana, contra el abuzo, contra la indiferencia con que se mal trata y con que se ignora, denuncia contra los corruptos y corruptores que han hundido al pueblo en el peor de los infiernos: el de la impunidad del canibalismo del que ha traicionado a su código genético y ha quemado su historia, ha olvidado sus raíces, ha robado la tierra a sus ancestros, ha prostituido a su patria y a vendido a su hermano, esclavizándolos y condenando a que todos y cada uno de los jodidos en el país estén jodidos, sean explotados, que sean robados y abuzados y que solo sirvan para ser las toneladas del carbón que mueve la maquinaria que fabrica el dinero de los pocos ricos; que los lleva a sus mansiones ida y vuelta en sus vidas favorecidas, cómodas, bonitas, protegidas, acomodadas y que a la prole, la que mueve esa maquinaria, no la lleve a ningún otro lado más que a las calderas, a arder, a arder para los ricos...

Y esa misma mar de gente, de ojos que miran sin mirar, los ve: ciegos; ve la procesión pero no escucha, no escucha sus gestos, no escucha sus rostros, sus ojos, ni su color de piel morena curtida al sol de su pueblo; corre, fluye de un lado a otro y en todas direcciones, ocupados en ser el carbón de la maquinaria de los ricos y el carbón no escucha, no ve, no habla, no piensa ni se cuestiona, solo arde... se prende pero no ilumina y luego, que ya sirvió a la combustión, se pone gris, como el cielo, como su cabello, como sus sueños (si los tuvo) y se apaga, se hace ceniza... y su alma que se volvió humo viajó siempre en sentido contrario de a donde fuera que llevara la maquinaria hacedora de billetes. Del mismo modo, la camioneta, la imagen de la mujer indígena crucificada, el angustioso lamento voceado por los bafles y las 3 bocinas, la Magdalena y los ocho o nueve manifestantes-peregrinos desaparecieron dando la vuelta en sentido de la circulación del primer cuadro de la ciudad de México, del Distrito Federal, ahí frente al Palacio de gobierno, frente a la bandera, ahí en donde la catedral aún sumerge y ahoga en el lodo al templo mayor de la gran Tenochtitlán, ahí frente al seven eleven, al mc donals, a los cafés y a la barata decoración de fiestas decembrinas mas bien publicidad de 30 metros de alto de su navidad cocacolera, ahí desaparecieron y se desvanecieron dentro de la masa aforme del monstruo en movimiento de la ciudad...
Y el discurso de indignación y protesta se opaco inmediatamente por el sonido profesionalmente ecualizado del repetitivo y vacío éxito radiofónico pop del momento...
Y el cuerpo de millones de cabezas siguió ardiendo...
Y la maquinaria del dinero de los ricos siguió andando...
Pero ellos no se movieron... y solo se volvieron ceniza...


Rapatustra© // 2011-2013

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